Cuando tenía 6 años descubrí, mientras miraba por mi ventana, que, no importando quien sea o en donde te encuentres, si le sonríes a una persona te responderá de la misma manera. Así fue como, de un día para otro, me convertí en coleccionista de sonrisas. Por muy molesta o triste que estuviera le sonreía a las personas que veía en la calle y la respuesta siempre me hacía sentir mejor...
Los días caminaron conmigo. Sentimientos que a medias conocía. Necesidades. Diferentes maneras de pensar. Catorce años. Misma técnica. Diferente, y aun mas agradable, resultado. Lo que antes era sólo una colección de sonrisas, evoluciono a algo más. A cierta edad y a cierto sector de la población, es difícil sonreír sin un subtexto de por medio. Algo más a conocer, acrecentando las incansables ganas de mostrar que, incluso con la mirada, la eterna sonrisa perdura.
Una acción. Innumerables beneficios. Y los segundos carcomiendo la comisura de mis labios. Recalcando en mi cerebro que todo cambia y me descubro a mi misma con tal lección olvidada, y me pregunto ¿por qué dejarla de lado? que me impide volver a sonreír por las calles atrayendo resultados positivos de todo ser que en mi mirada cae. Nada. Todo. Yo. Ese maldito mito que lucha por alcanzarme "Madurez"... ¿Alcanzarme? No. Prefiero seguir corriendo. Recuperar mi don y correr recogiendo sonrisas de extraños para meterlas en mi frasco de cristal. Para contemplarlas las noches en las que la soledad ataca. Las noches que duelen de mas. ¿Madurar? No. No es precisamente mi plan a corto plazo.